A veces, paso tanto tiempo dentro de mi cabeza, pensando en todas las revelaciones que recibe mi corazón, intentando ordenarlas de manera perfecta para poder transmitirlas al mundo, que se me olvida que no es en mis propias fuerzas (a pesar de haberlo aprendido, la humanidad sigue saliendo a flote a cada paso que doy) y dejo de escribir por no llegar a la «perfección» cuando esa cualidad solo le pertenece a Cristo.

Hoy no hay grandes disertaciones; simplemente tengo presente en la cabeza una conversación que tuve en la mañana y el Espíritu Santo no para de repetirme, «no es lo mismo creer, que creerLE», lo que se traduce en, «no es lo mismo decir que crees en algo, que saber y conocer a quién le crees»
Porque vivimos en la época en la que esta permitido creer en todo, «siempre que te haga feliz», cuando ni siquiera conocemos el significado de esa felicidad que queremos alcanzar.
Hoy, la vida de los árboles, los perros y el universo, tienen el mismo (o más) valor que la vida humana ante nuestros ojos, porque hemos decidido darle poder incluso a objetos inanimados, para hacernos creer que todas esas cosas pueden definir nuestra vida y controlar nuestro destino, llevándonos a «manifestar» el futuro que deseamos vivir.
Se me viene a la cabeza la frase «la vida es fácil» dicha por mi tía, que también es creyente y seguidora de Jesús, y lo que algo como eso significa ahora para mí.
La verdad, es que nos complicamos demasiado.
Nos pasamos la vida buscando amor en los lugares equivocados, anhelando poder descansar de las cargas que nosotros mismos hemos decidido llevar a cuestas, sufriendo en silencio para mostrar una vida «ideal» en redes sociales (o siendo antisociales por no saber gestionar el mundo y lo que nos rodea) y un largo etcétera que, honestamente, siento (y se) que no formaba parte del plan de lo que se suponía que teníamos que vivir desde el principio.
Nada más hay que leerse los primeros libros del Antiguo Testamento, para vernos reflejados en Adan y Eva, en la población de Sodoma y Gomorra, en los que se llevó el diluvio de los tiempos de Noé, y en el pueblo de Israel en el desierto… seguimos siendo los mismos. Vamos por la vida creyendo que nos lo sabemos todo, hasta que nos damos cuenta de que no paramos de sufrir y es ahí cuando volvemos a Dios, clamamos a Él por pura desesperación, nos salva, sana, bendice, prospera, para que otra vez volvamos a fijarnos en la provisión y a olvidarnos en el Dios de la provisión.
Y Él… en Su infinita misericordia, sigue siendo paciente cada día, desde la fundación del mundo, hasta el fin, para que ninguno se pierda (2 Pedro 3:9)
Es normal no creer en Dios, ni creerLE a Dios, cuando no lo conocemos.
Ahora que le conozco (una minima parte, porque es infinito), veo todo lo que me perdía cuando pensaba que la vida se trataba de lo que tenía en la cabeza y lo que me decía el corazón (que es mas engañoso que todas las cosas, según Jeremías 17:9) y creo que la mayor mentira mejor contada es que Dios no existe y, si existe, es malo.
Ojala esto sirva para reflexionar… es necesario conocer, para confiar. Y así como decidimos confiar en un universo que no se ha mostrado a sí mismo de una forma que podamos reconocer (como la humana, en Jesús), en la naturaleza que ha sido creada y no se gobierna, sino que sigue órdenes, y en las «energías» que, igual que a Dios, no podemos ver, sería bueno dejar de ir en la dirección que marca el mundo, porque, claramente, el mundo no sabe ni en qué creer.
Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscareís de todo vuestro corazón. Y sere hallado por vosotros, dice Jehová, y haré volver vuestra cautividad…
Jeremías 29: 11-14 RVR1960

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